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    La Luz del nuevo día

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Un haz luminoso se filtró a través de la cortina gruesa y carmesí, atravesó el espacio hiriendo de muerte la oscuridad de la habitación y, también, las tinieblas de la mente. Las partículas de polvo que habitaban el rayo luminoso danzaban con inusitada gracia y grandioso esplendor, e invitaban a dejar atrás las memorias de la noche. En su ascenso al Sol se llevarían todo mal recuerdo.

Sobre una mesita de pino, torpemente barnizada y con una de sus patas un poco floja, yacía un cuaderno de música y una lapicera negra sin capuchón, cuyo depósito de tinta exhibía su uso exhaustivo. La silla, por otra parte, era sólida, también de pino, pero sin imperfecciones en su soporte, algo bastante conveniente para quién iba a emprender una tarea que, en esencia, era urgente. 

En aquella habitación barata pasaba sus días, decorada con humedad, una ventana que nunca se abría, una mesita de pino, el desagradable olor a cuerpos transpirados que se resiste a abandonar el espacio impregnándose en todas las cosas y una puerta de madera liviana, de color amarillento que no cerraba correctamente y a la que había que trabar con alguna prenda en la parte superior. Al abrirla, la presión que ejercía la descompresión hacía resonar el mísero inmueble generando malestar en los otros inquilinos. Cabe aclarar que esté inconveniente, esta perturbación del viciado ambiente, no impedía que Josefina fuera la "preferida" de muchos y la piecita fuera frecuentada en demasía.

Buscar rostros en las maderas de aquél cielo enmohecido tenía su encanto. Josefina era experta en aquello y le dedicaba unos minutos al despertar de una noche invadida por unsettling nightmares. Encontró un Agnolo Doni víctima de la diabólica inversión, un rostro que se parecía al de Artemisa Gentileschi y un faro que transmitía más melancolía y soledad que cualquier cosa que haya salido de un lienzo de Hopper. 

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Algo debía hacer mientras la usaban… Mirar el techo era, naturalmente, la mejor opción. Quién podría dormir después de aquellas horrorosas noches de febrero, donde el calor y el olor trastornan la mente, donde uno pierde la religión y se balancea en la cuerda floja a punto de perder, también, su humanidad. Tenía prohibido molestar y hacer pasar un rato desagradable al cliente, prohibido por la gerencia y prohibido también, por su voluntad de vivir ¡Ay! ¡Si lo despertaba! Josefina sospechaba que, si no fuera porque lamentablemente debía respirar, ¡se lo hubiesen prohibido también!

Dió un salto de la cama, se sentó, frunció el ceño y continuó el drama que escribía sobre la reina Leizu, tenía la música del festival lista. Se le había permitido escribir, en un acto de infinita piedad cristiana por parte de la gerencia (en realidad pensaban que había perdido la mente y aquellos garabatos y palabras como fortísimo, pianísimo, fagoti, Da capo, Horn in F, expresivo etc., eran divagaciones de alguien que bordeaba la locura). Un mareo le sobrevino de repente, corrió al baño y vomitó. Se miró al espejo y. como un bebé que ve su reflejo por primera vez, acarició el cristal recorriendo su rostro con los dedos, se preguntaba si esa era ella, no lo recordaba, fue consciente de sí misma por un momento (algo que solo se espera de algunos animales), apretó las mandíbula y los puños, la ira la consumió por un momento. Sonrió de amargura, ahora la pena que sentía por sí misma se alzaba sobre el odio y la miseria.

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Volvió con urgencia a la piecita, revisó los manuscritos desde el comienzo. Agregó voces, silbó una melodía, movía los dedos cómo si tocará un piano imaginario, dirigía una orquesta y todo aquello se sucedía en el tiempo, lo único que se mantenía constante era su mano izquierda escribiendo sobre la partitura, cambiaba la página y comenzaba a escribir algo totalmente nuevo, una idea, una indicación, una dedicatoria… Tenía la extraña habilidad de oír colores y oír la orquesta en su cabeza, oía el mundo, no necesitaba instrumentos. Entre sus piezas incompletas se encontraban: el drama ya mencionado sobre la esposa del emperador Amarillo; un poema tonal sobre la biblia; una miniatura en Sol Menor y un coral para bajos. Su pieza favorita era la obertura de la ópera The Wreckers de Ethel Smith. Opinaba que la Szene am Bach de la sexta y el Allegretto de la séptima eran los mejores momentos de Beethoven. En ellos el compositor había planteado y dado respuesta a toda pregunta de la humanidad acerca de si misma. De la novena pensaba que el fínale era música de dictadores y emperadores que en su miopía habían pasado por alto y consecuentemente caído en la broma de el viejo Ludwig. 

Jesús en el Desierto

Amor por todas las cosas

Miniatura en Sol Menor

Coral

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El día anterior se habían publicado las fotos del James Webb. Oyó repetir una y otra vez lo insignificante que somos… Un pixel en el vasto esquema de la totalidad… 

Los científicos no perdían ocasión de recordar a la humanidad su insignificancia. Sin duda, aquellas fotos eran una gran victoria y, solo tal vez, eliminaría para siempre la fábula antropocéntrica y una aún más venenosa , la religión. Incontables comentarios se hacían sobre la materia, el denominador común era nuestra pequeñez, que a Dios no le importamos y que realmente nada importa, de hecho este último tenía mucho sentido y de ello se desprendía lo siguiente: Si nada importa, si somos análogos a una partícula de polvo flotando en un rayo de luz que irrumpe ya sea en la infinitud del cosmos o en la oscuridad de una habitación, la negación del mundo es una consecuencia lógica… El hundimiento en el nihilismo, la decadente obra de arte final, el suicidio, se correspondía con el curso natural de la modernidad. Esto resonaba una y otra vez en la mente de Josefina, cuyo genio no podía obviar todo lo malo del mundo.

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Ciencia y religión en este aspecto compartían el mismo suelo, nos recordaban con frecuencia la fealdad e insignificancia del mundo. La existencia no posee un sentido intrínseco, por eso, la autodestrucción se vivía con goce, provocaba placer estético que como una manzana, caía de madura cercana al árbol de la muerte. El pobre mundo había creído que era feo e insignificante, nada quedaba para el ser humano, estaba solo. Una dialéctica que se generaba de la destrucción y la negación.

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Josefina dio un suspiro y estiró los pies. Sintió satisfacción en la solidez de aquella silla, no la abandonaría a medio camino. Buscó por última vez rostros en el techo, encontró a Julio II con pecas de humedad. Con quirúrgica precisión hizo un nudo con las sábanas...

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Tierra y espacio
Tierra y espacio
Abeja en la flor
mariposa
Montaña y río
Flores amarillas
amanecer
Hummingbird
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